Neoliberalismo y cultura en Catalunya

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Jorge Luis Marzo / http://soymenos.wordpress.com

“III Reflexions Crítiques. Canvi de paradigma: reptes i oportunitats de la Cultura”: es bien sintomático el título con el que se han bautizado las jornadas sobre política cultural que organizó el Departament de Cultura de la Generalitat de Catalunya en el Arts Santa Mònica de Barcelona durante los días 19, 20 y 21 de julio: habla de “cambio de paradigma”. Paradigma… un término cuyo sentido contemporáneo fue aportado por el filósofo de la ciencia Thomas Kuhn en la década de 1960: “Considero a los paradigmas como realizaciones científicas universalmente reconocidas que, durante cierto tiempo, proporcionan modelos de problemas y soluciones a una comunidad científica”. Desde luego, el término no está puesto ahí porque sí: desea transmitir un “hecho consumado”, que los diagnósticos que guían las jornadas son “de cajón”, incontestables, manifiestamente cargados de autoridad científica. No obstante, no se podía haber encontrado una expresión más desacertada para transmitir lo que a todas luces era el objetivo oculto de estas jornadas: hacer pasar como debate lo que ya ha sido dictado de antemano. Paradigma entonces se revela como un lamentable abuso del lenguaje y de la retórica política e intelectual.

Porque a læs que asistimos en vivo o seguimos las jornadas por streaming, no hubo nada más obvio que el hecho de que todo estaba perfectamente preparado para legitimar y justificar no sólo un determinado programa político, el diseñado por Ferràn Mascarell –sobre el que ahora entraremos-, sino también un peculiar modus operandi: la aplicación de razones cientifistas, categóricas, límpidas y resueltas en el ámbito de la cultura. O lo que es lo mismo: la cultura es un ámbito en el que todo es confuso, embrollado, sin perspectiva, por lo que se necesita un política cultural que la aclare, la diseccione y le de esplendor. Aún en menos palabras: la política cultural es la que hace que la cultura no se hunda. El triunfo de la política cultural como salvadora y garante frente a una cultura desorientada y perdida entre referentes angostos e inútiles: simplemente nos dicen que la cultura no existiría sin la política cultural.

A medida que discurrían los ponentes y las horas, parecía hacerse cada vez más clara la estrategia de los organizadores: presentar a un puñado de personas que hicieran el ridículo para precisamente señalar la necesidad de un poderosa política cultural que pusiera fin a la situación. Sin embargo, no se acaba de entender muy bien una cosa: Ferràn Mascarell es ciertamente una persona inteligente y que conoce bien el terreno que pisa (de hecho, siempre he pensado que podría haber llegado a ser un buen gestor cultural, si no viviera en el “lado oscuro de la fuerza”). Se puede estar en las antípodas de sus ideas e imaginarios -como, por supuesto, muchæs estamos- pero negarle méritos intelectuales sería un craso error. Es por ello mismo que no se alcanza a entender cómo ha permitido unas jornadas tan bochornosas como las que hemos presenciado. Cuesta pensar que sea tan maquiavélico, o peor, tan tonto, como para pensar que desplegando sobre la mesa unas cuantas chorradas y memeces puede luego presentarse como la alternativa salvífica. No es su estilo. Aunque es igual, porque, al fin y al cabo, por activa o por pasiva, el esperpento ha sido tan manifiesto que uno tiende a sospechar más de la cuenta. Cabe, más bien, pensar en otro tipo de maniobra: invitar a dos intelectuales como Vicenç Altaió y Xavier Bru de Sala a organizar las jornadas le permitía al Conseller un singular encaje de bolillos: quedaba al margen de las posibles críticas, se subrayaba su papel de autoridad moral en la sombra y, sobre todo, se garantizaba la adhesión de dos personajes muy necesitados de cobijo y amparo institucional para que desplegaran un programa pelotillero, seguidista y sin aristas. La elección de Altaió y Bru de Sala para organizar las jornadas era, ya desde el principio, una apuesta por la “nada”, por un discurso plenamente acomodaticio, propio de dos personajes carentes de auténtica información sobre la actualidad cultural y social que existe fuera de sus despachos, de sus amigables cenas y de las industrias culturales acólitas, y totalmente empotrados en las fantasías institucionales de ayer y hoy.

Las jornadas fueron convenientemente vendidas a través de constantes referencias a otros encuentros culturales que en su día marcaron parte de la evolución de la política cultural catalana, en especial, las promovidas por el Conseller de Cultura Joan Rigol en 1985 en el marco del Pacte Cultural. No fue casualidad que los organizadores fomentaran en todos los medios la foto de todos los exconsellers de Cultura reunidos para la ocasión en el balcón del Santa Mònica, con Rigol en el centro y Mascarell, ufano en la sonrisa, a su lado.

Se pretendía que las ponencias supusieran una actualización de aquellos notables diálogos de antaño, pero la realidad es que es imposible camuflar que lo que está proponiendo Mascarell –negro sobre blanco- es un cambio radical de rumbo en la políticas culturales públicas; o en todo caso, una certificación radical y pública del cambio de rumbo expresado hace ya tiempo por algunos interesados. Quizá sea bueno recordar que el Pacte Cultural promovido por Rigol supuso el reconocimiento manifiesto del gobierno de Pujol de que la cultura era cosa de la izquierda, y que, mediante el pacto, la derecha gobernante deseaba sumar lo que entonces era el pensamiento más o menos alternativo de la cultura al mundo de la política. Un ejercicio que fue honesto, sea dicha la verdad, gracias a la sinceridad y capacidad de interlocución de Rigol y también de la izquierda, en concreto, de la procedente del PSUC, como se puso de manifiesto en los debates que se construyeron a través del PIS (Patronat d’Investigació Social), otro proyecto inteligente de aquellos días, también en la órbita del Pacte Cultural, hasta que todo se acabó con el caso Banca Catalana.

Que Mascarell pretenda hacer pasar estas jornadas de julio como las sucesoras de aquellas de 1985 ya revela las quimeras y necesidades derivadas de su propia situación política: un socialista en la corte del Rey Arturo que necesita a toda costa persuadir a nuevos y antiguos compañeros de viaje de la bondad, utilidad y universalidad de sus ideas, cual nuevo Rigol en busca de consenso nacional. Y por lo que parece, nadie de sus antiguos camaradas le ha hecho ni caso. Pero eso es harina de otro costal, guerras que no nos incumben, comidas que no alimentan y que, a la postre, más bien sirven para desviarnos de nuestras cuitas.

¿Cómo podríamos resumir los contenidos de las jornadas? Un cúmulo de dislates, lugares comunes, compadreo y ausencia de exploraciones. No todæs se ofrecieron al espectáculo, cierto, pero sí una gran mayoría. Fue un mezcolanza superior de provincianismo y globalización, de apelaciones a la nostalgia de país y de referencias a lo de “patria chica, cultura grande” pero dichas en las tonalidades propias de la gestión cultural o de quien vive demasiado cerca de ellas: mediante términos tecnicistas, que tan bien quedan orlados en el Departament, o bien mediante las ironías inherentes a quien ya lo entiende todo o está por encima de todo, como buenos creadoræs modernos y sagaces capaces de diagnosticar el mundo en un frame o en un haiku. Un círculo de invitadæs en el que no había prácticamente nadie procedente de otros círculos, de entidades independientes o alternativas, de plataformas colectivas, de contextos no empotrados. Abundaron, por consiguiente, aquellas máximas que favorecían las tesis mascarelias: internacionalizar la cultura catalana, emplazar a la crisis como una oportunidad única y superar los caducos modelos inertes de la subvención paternalista; lo que traducido para el corriente es: apostar por las grandes industrias y apuestas globales, recortar el dinero a la cultura y reencauzar lo que queda a la primera apuesta, y acabar con los creadores que no producen dinero.

Podríamos entrar en cada una de las ponencias, cosa que no haremos a fondo, e ir bajando poco a poco los escalones de la desidia intelectual y de la acriticidad política: un tema como “modernidad y crisis” sólo dio pie para hablar del tópico sobre el estado permanente de la crisis: a nadie se le ocurrió decir que lo que está en crisis es “su” modelo de pensamiento y análisis, y que por qué demonios debemos creer que esa crisis es la de muchæs de nosotros. Y lo más flagrante: confundieron modernidad y modernización, cosa de la que me ocuparé en unos instantes. No me meto en las sandeces dichas por algunos, en clave de malsanos esencialismos, como las expresadas por Francesc Marc-Alvaro.

Lo de “Catalunya como marca” fue también de aúpa. Más o menos explícitos recados sobre la excepcionalidad cultural, la necesidad de competir, siempre bordeando la clave esencial de la bóveda: la marca como dinero constante y sonante. “Capitalidad y territorio” me produjo simple hilaridad, en concreto la intervención de Bienve Noya (me partía cuando dijo que los elementos universitarios están siempre acechantes sobre las tradiciones rurales). En “responsabilidades sociales de la cultura”, casi todos cayeron en el tradicional eslógan sobre el papel de la cultura: bienestar, consenso, ciudadanía. Nada de un cultura del conflicto, ni de la disensión, ni de la oposición. A todos se les leía en los labios: “Es en la política donde nos enfrentamos: en la cultura, nos unimos”. Aquí sólo cabía preguntarse: ¿a quienes representan estas personas?

En “cultura digital”, fue para mondarse la total ausencia de referencias a los modelos de propiedad y conocimiento desarrollados en formatos digitales y redes alternativos a los oficiales y empresariales: se habló del precio de los libros, de la banalización que supone facebook (Roberta Bosco aquí se lució además defendiendo la necesidad de castellanizar el mercado digital catalán), con definiciones de lo digital propias de primaria (Màrius Serra). Sólo estuvieron algo a la altura (desde la altura) Partal y luego Fontcuberta ya más bajando al suelo y aprovechando la ocasión para denunciar la imposición de las nuevas políticas culturales.

En fin, podríamos seguir unæ a unæ, pero insto al lector/a a observar por sí mismæ las ponencias en el canal de youtube en donde están colgadas.

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Vayamos un poco más lejos: ¿en el marco de qué relato podemos comprender lo sucedido estos tres días? Se me antoja importantísimo analizar esto con cautela y precisión a fin de poder sacar en limpio conclusiones acerca de dónde venimos y, sobre todo, hacia dónde nos pretenden llevar. Hay que apartar el grano de la paja: las jornadas fueron, en realidad, humo para divertir la mirada de lo verdaderamente importante: el modelo, no sólo de política cultural, sino de cultura, que proponen las elites políticas gobernantes.

En el redactado del “Anteproyecto de Ley de Simplificación, de Agilidad y Reestructuración Administrativa y de Promoción de la Actividad Económica” propuesto por Convergència i Unió al parlamento, conocido como las “Leyes Ómnibus”, se declaran una serie de cosas: la remodelación del Consell Nacional de les Arts, que pasaría a depender directamente de los puntuales criterios de la Conselleria; la anulación de la autonomía de los centros culturales adscritos a la Generalitat; la desposesión de ciertos derechos de algunas entidades de gestión cultural y de actividades. Estas son algunas de los cuestiones que la Ley proponía en su redactado original (aquí nos guía analizar las intenciones originales, “ideológicas”: otra cosa ya son los pactos políticos a los que haya llegado el gobierno con la oposición). Sin embargo, no voy a entrar en estos puntos, por muy dañina que sea su aplicación para la independencia de las programaciones, para la salvaguarda frente a las manipulaciones políticas y administrativas y para la salubridad del tejido cultural. Me interesa, por el contrario, en el camino hacia la comprensión del problema de fondo, más allá de la natural querencia del poder por el control de las cosas, el siguiente párrafo: “Se entiende por empresas culturales las personas físicas o jurídicas dedicadas a la producción, la distribución o la comercialización de productos culturales incorporados a cualquier tipo de soporte, y también las dedicadas a la producción, la distribución o la comercialización de espectáculos en vivo. Se incluyen dentro de este concepto las personas físicas que ejercen una actividad económica de creación artística o cultural”.

Esto ya tiene una enjundia bien diferente. Según este texto propuesto, los artistas pasan a ser considerados “empresas culturales”, incluso a título individual, por lo que se deduce con claridad que sólo recibirán financiación pública aquellæs creadoræs que sean capaces de producir obras comercializables. Días después de la publicitación del Anteproyecto de Ley, el conseller Mascarell manifestaba en la radio: “Queremos acabar con la subvención e impulsar la inversión”, en una clara alusión a que las subvenciones las entiende como “a fondo perdido” y las inversiones como formas de productividad económica.

Ciertamente el debate entre la inversión y la subvención viene de lejos y no es baladí. Ambos términos reflejan, dependiendo de su interpretación, caballos de batalla sobre cómo comprender la relación entre lo público y la cultura. Es en la interpretación de esta terminología en donde podremos averiguar los “lodos ideológicos”. La subvención viene tradicionalmente definida entre dos acepciones distintas: la francesa y la norteamericana. La primera señala una voluntad del estado en garantizar las prácticas culturales en el marco de una cierta noción de cobertura social derivada de las políticas keynesianas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Al mismo tiempo, también reproduce el interés “nacional” en proporcionar los medios para el mantenimiento de la expresión de las herencias culturales. La segunda, desarrollada principalmente en los Estados Unidos, propone la subvención como una forma de impulsar la producción de iniciativa privada y civil en el ámbito cultural que, dependiendo de la capacidad para alcanzar masa crítica por sí misma, sea capaz de constituirse como polo de conectividad ciudadana.

Las dos acepciones han recorrido tradicionalmente los debates culturales en Catalunya, al hilo del recurrente papel de la sociedad civil esgrimido por convergentes y socialistas. Papel, desde luego, inexistente en la práctica, puesto que, en el periodo que ha transcurrido de democracia, pocas han sido las concreciones realizadas por el famoso sector: escueto papel de las galerías, ausencia de mercado privado, fundaciones y festivales privados mantenidos con exclusivo dinero público, etc.. Las subvenciones han sido interpretadas bajo un paraguas singular: no podían cargarse las subvenciones a esa gente inútil llamados “artistas” porque entonces era difícilmente justificable la enorme cantidad de dinero disponible para las elites culturales catalanas, o sea, la sociedad civil, marca tradicional del país.

Por su parte, la inversión ha sido fomentada en clave de creación de industrias culturales, bueno, de una curiosa interpretación de la industria cultural: empresas que ya funcionan bien gracias a los contratos públicos que reciben; películas, obras de teatro y danza, que tienen ya asegurada su participación en los programas de las instituciones públicas. Así que, en realidad, son industrias culturales parapúblicas, no tanto por la propiedad sino por la condición de su existencia.

Pues bien, ahora, llegada la crisis, su crisis, plantean un cambio radical de “paradigma”. Podríamos, con relativa facilidad, sostener que se trata del fin del modelo francés y un cierto triunfo del norteamericano, pero nos quedaríamos a medias. La ausencia de dinero en la caja pública evidentemente supone la adopción de discursos justificadores de nuevos criterios de distribución de recursos, en los que naturalmente, todos sabemos quienes saldrán malparados y quienes beneficiados: la “subvención” pasa simplemente a asociarse a los “vestigios” de una práctica artística gremial, incapaz de conectarse con la ciudadanía, obsoleta en sus criterios funcionales: a la “inversión” se le concede el beneficio del “beneficio”: la capacidad para explorar los terrenos de lo auténticamente moderno, de lo que está al día, de las conexiones con las nuevas industrias creativas y tecnológicas, repletas de público entusiasta. La inversión (industria cultural) pasa a denominarse I+D en detrimento de la subvención (arte), subvirtiendo profundamente el papel de ese mismo I+D propio de la creación contemporánea y de su capacidad, ahora injustamente ninguneada, para definir imaginarios colectivos, que a la postre, son lo que usan las elites para ponerse medallas y generar marcas. En esa dirección es necesario interpretar las palabras de Ferràn Mascarell en una reunión sostenida recientemente con algunos representantes de entidades culturales catalanas, preocupados ante el nuevo giro. Dijo: “Sois conservadores. Impedís el crecimiento y la transformación del sistema cultural”. Ahora veremos la importancia de esa óptica en el relato sobre la “modernización” y “liberalización” del discurso cultural.

La paulatina desvinculación de la clase política catalana respecto al arte contemporáneo viene de lejos, en concreto desde que el arte dejó de ser un acto de resistencia social frente a la dictadura, desde que la pintura de los ochenta se hundió en el mercado a mediados de los noventa y reventó el papel de las instituciones en los mecanismos de creación de opinión, y desde que fue domesticado a través de instituciones como el MACBA, que representó el sueño de un poder político, una sociedad civil y una clase artística en plena comunión. No descubrimos nada diciendo esto. Tampoco es nuevo el ver como se aprovecha la crisis para aplicar la puntilla a ese proceso. Pero lo que sí que ha estado oculto y bien disimulado mediante agudos números de ventriloquía es el simple pero monumental proceso de neoliberalismo emprendido durante las dos últimas décadas en Catalunya.

Es esto lo verdaderamente sorprendente y de lo que, en el fondo, trato de ocuparme aquí. Sé que esto es importante, por un detalle: el desmedido afán del conseller Mascarell en rechazar cualquier acusación de ser neoliberal. Es fácilmente detectable en la mayoría de entrevistas que ha concedido y en muchas de sus últimas intervenciones. Se nota que se calienta cuando alguien le llama “neoliberal”. Hasta cierto punto es lógico, cuando se ha formado en las filas del socialismo de l’Eixample, bebiendo durante décadas de sus quimeras republicanas y afrancesadas, todas ellas finiquitadas de un plumazo en la realidad ultraliberal y sangrante del Forum de las Culturas 2004, evento del que Mascarell fue “alma mater”. Y también es lógico, por supuesto, porque el neoliberalismo es el marco, el relato, en el que hay que interpretar lo que está pasando: hace años que las políticas culturales catalanes son neoliberales, y de lo que hay que pedir cuentas no es tanto de que así haya sido (al fin y al cabo, el problema es de quien no haya querido verlo) sino de por qué y cómo han engañado vistiendo la piel del cordero de una cultura al servicio del bienestar, de la ciudadanía y del consenso.

Creo que esta larga prestidigitación encaminada a ocultar agendas neoliberales, y que ahora se han desatado abiertamente, pueden ser explicadas bajo algunos focos. Uno es que el proporciona cierta luz sobre la idea de libertad asociada a la cultura. Otro ilumina la confusión entre modernidad y modernización. Un tercero alumbra el tema de la subjetivación administrativa, y un último foco rastrea la impotencia.

¿Qué tiene que ver la relación entre libertad y cultura en el proceso de neoliberalismo cultural catalán? Durante el Franquismo, la cultura sufrió un doble uso, pero con una misma funcionalidad: por un lado, las elites del régimen esgrimieron una visión relativamente integracionista de la cultura como vía alternativa a la política. Por otro lado, la cultura fue blandida como el estandarte de la resistencia: gracias a ella, se pudo mantener viva la llama de la libertad y el sueño de recuperar las libertades civiles. Llegada la democracia, se produjo una curiosa simbiosis: la cultura representaba una suerte de lugar de encuentro, no tanto político, pero sí de ciudadanía. El problema es precisamente este: que las artes representan la libertad, pero nunca nadie se ha preguntado sobre la función de esas artes en el marco de un sistema de libertades. La garantía institucional ofrecida a principios de los años 80 en España y en Catalunya, en el sentido de dar cobertura para que el arte se produzca “en libertad” ha venido acompañada de un rechazo a pensar en la función que tienen las prácticas culturales en una democracia. Ha sido una política garantista, no socialmente discursiva. Ello ha creado un monstruo, cuya figura analicé en otro sitio, y que no es otro que la implementación de la política cultural como sustituto de la cultura: la derivación del necesario conflicto que genera la práctica cultural hacia el consenso impuesto que determina la política cultural. En esa derivación tortuosa se fue escondiendo un recorrido neoliberal que garantizaba la despolitización de las prácticas artísticas, culturales y sociales.

Tal y cómo demostró Foucault(1), el liberalismo no garantiza la libertad sino que la acota para que se pueda producir. Lo relevante no es analizar si esos mitos, la libertad o la cultura, son verdad o mentira, sino explorar la construcción del relato de “veridicción” de los mismos. Y ese relato ha estado transcurriendo bajo las aguas equívocas de la política cultural catalana de estas últimas décadas.

Segunda cuestión: ¿qué confusión se ha producido entre modernidad y modernización en las clases dirigentes culturales catalanas y cómo ha influido ello en los programas ocultos neoliberales? La confusión nace de querer pensar lo posmoderno en un país que nunca fue posindustrial. Los debates que se produjeron sobre la cuestión a partir de mediados de los años 80 impusieron premisas completamente falsas. Por un lado, las referencias de la derecha nacionalista eran noucentistas: las de la izquierda derivadas de unas ciencias sociales estructuralistas. Todos hablaron de modernidad, espejando debates foráneos en un espectro cada vez más global y además urgido a escapar de los grilletes de rancias lecturas españolistas; pero no hablaban de modernidad, hablaban de modernización: de cómo alcanzar los estándares de producción, de cómo adecuar estructuras obsoletas, de cómo recabar inversiones. Se estiraba más el cerebro que las ideas. Ello conllevó la pronta asunción de la cultura en términos de marca, de logo productivo, de modernización, pero nadie emprendió la, sí, árdua y penosa tarea de pensar que la modernidad es un conjunto complejo de tensiones y contradicciones que en su misma vivencia la hace productiva socialmente. En este marco conceptual cabe la acusación realizada por Mascarell, antes señalada, a los sectores que impiden la “modernización”. Porque nuestra economía se hizo financiera y no productiva se llegó a la conclusión de que también la cultura debía responder a los mismos criterios, y más cuando el producto interior bruto depende tanto del turismo y de la marca identitaria y cultural asociado a él.

En pocas palabras, la política cultural en Catalunya pasó a depender de la información, no de las prácticas que constituyen la cultura. La información es la tecnología privilegiada del neoliberalismo, ha señalado David Harvey(2). Resulta mucho más útil para la actividad especulativa y para la maximación a corto plazo del número de contratos celebrados en el mercado institucional que para la mejora de la producción. Como Harvey también señaló, resulta interesante el hecho de que las áreas de producción que más crecen en las políticas neoliberales son las industrias culturales (películas, videos, videjuegos, música, publicidad y espectáculos artísticos), que utilizan la tecnología de la información como base para la innovación y la comercialización de sus productos, así como para el sustento de la marca de “modernización” más allá del debate sobre lo moderno. La expectación que suscitan estos nuevos sectores desvía la atención sobre la ausencia de inversión en el tejido de base de la producción cultural, que a menudo es el auténtico vivero de la exploración de las realidades sociales y que constituyen fundamentales herramientas de construcción crítica de imaginarios.

Tercera cuestión: la subjetivación. El esfuerzo realizado por muchæs representantes tanto del arte como de la política cultural oficiales en sancionar la “representatividad” de las prácticas creativas es profundo y de calado. Por un lado, la progresiva “museización” del tejido artístico público ha conllevado una paralela sanción sobre los que “son capaces”, los “buenos artistas” y los que no, en el marco de programas categorizados de“nivel internacional”. La ausencia de inversión y apoyo a plataformas más locales, pequeñas y autónomas ha supuesto la aceptación implícita por parte de muchæs creadoræs, y claro está, de casi todoæs læs gestoræs, del restringido marco institucional para desplegar sus investigaciones y sus fuentes de financiación. Esto, junto a la asunción plena de los procedimientos administrativos impuestos por las instituciones públicas, ha dado como resultado una nefasta identificación entre ciertas formas creativas y ciertos modos de gestión, cuya conclusión última es que læs artistas trabajan para las instituciones y no al revés. Este proceso, larvado y recreado gracias a la condición falsamente garantista de la administración pública, ha sido inteligentemente aprovechado por los discursos neoliberales para legitimar el hecho de la supresión de toda ayuda a aquellos procesos creativos que no sean capaces ni de producir directo valor mercantil ni de insertarse en los circuitos de la industria cultural global. No se trata en último lugar, cuidado, de someter a læs creadores al efecto mercancía, sino de someterlos a una dinámica competitiva, precisamente gracias a los mecanismos administrativos. La apuesta por la internacionalización de Mascarell responde directamente a esto: una mala comprensión del papel del tejido local le lleva a declarar solemnemente una apuesta radical por la internacionalización, administrada competitivamente. No se apuesta por el mercado, sino con la intención de que læs creadoræs comprendan que sólo son mercado.

Por último, el cuarto foco: la impotencia. Esto está conectado directamente con lo que hemos mencionado de una falta de comprensión del tejido creativo. Ya a principios de los años 80, el primer gobierno de Pujol se propuso hacer una exposición de los artistas catalanes más actuales. El primer debate se encontró ya con un “escollo”: “no hay artistas catalanes”. Analizaron la situación y declararon que, en realidad, debido a la condición histórica y social de Catalunya, muchos de sus artistas vivían fuera y que casi siempre había sido así. Tuvieron que ir a Nueva York y París, e inauguraron la muestra con el título “Paris-NYC-Barcelona”. Las elites, cuando piensan en læs artistas, son incapaces de escapar a los iconos mediáticos, a los grandes nombres, a las marcas consagradas, de las que insisto, tanto abusan siempre. Son incapaces de comprender el tejido artístico en otras claves: como motores de investigación, que no siempre acaban con la firma o con un producto; como motores de disensión, articuladores de exploraciones diferentes a las previstas; como formas de expresividad que cultivan la imaginación colectiva, esa facultad para desarrollar miradas sobre las relaciones ocultas de las cosas, lejos de fantasías espectacularizadas. Son incapaces de pensar en la creatividad como “inversiones” a largo plazo, como procesos en perpetua gestación capaces de irse adaptando a realidades cambiantes. Mascarell y los suyos buscan la globalización porque mantienen la impotencia interesada frente a lo que no es un nombre y un apellido, o una marca consolidada, que se puede llevar por el mundo acompañando una visita del presidente de la Generalitat. Esa impotencia es una de las venas por las que corre el neoliberalismo.

En el año 1998, Ferràn Mascarell declaraba en una entrevista (3): “El buen debate reside en cómo se hace esa mixtura [entre lo público y lo privado] desde una lectura al máximo participativa, democrática, creativa, ya no en el sentido artístico, sino social de la palabra”. Hoy sabemos que era un suave ejercicio de ilusionismo que escondía una clara voluntad de encontrar el momento oportuno para desvelar su verdad. Ha llegado ese día. Al menos, ahora, ya sabemos a qué atenernos.

(1) Michel Foucault, Nacimiento de la biopolítica, Akal, Madrid, 2009
(2) David Harvey, Breve historia del neoliberalismo, Akal, Madrid, 2007 (2005)
(3) Jorge Ribalta (ed), Servicio Público. Conversaciones sobre financiación pública y arte contemporáneo, Ediciones Universidad de Salamanca y Unión de Asociaciones de Artistas Visuales, Barcelona, 1998, p. 109